Los agujeros de Paris, la hija de Michael Jackson (en la nariz y en la vida)
Comienzo este artículo con una noticia que se me cruzó por las redes. Y como casi todo lo que se cruza de esa manera, lo vi, lo ignoré, lo volví a ver y al final me ganó la curiosidad. La cosa es que, en algún lugar de la fría Dinamarca, a alguien con mucho tiempo libre o mucho presupuesto para subvencionar chorradas se le ocurrió que la Orquesta Nacional interpretara el Tango Jalousie de Jacob Gade mientras cada músico, a mitad del asunto, tenía que mascar uno de los chiles más picantes del mundo. No una guindilla cualquiera, sino algo muy a lo bestia: Carolina Reaper, Scorpion Moruga o uno de esos que suenan más a comandos militares que a ingredientes de cocina. La idea era ver a músicos clásicos –gente que estudió toda su vida para no mover una ceja mientras trajina a Mozart– sudar como si corriesen una maratón en los Monegros, pero sin dejar de tocar. Violines y lágrimas.
El momento se emitió por la tele: los músicos, elegantemente vestidos, empezaron a tocar con exquisita dignidad; y cuando llegó el momento, a una seña del director, mordieron. En su honor, visajes desencajados aparte, hay que decir que aguantaron el tipo bastante bien. Siguió sonando la melodía y me gustó aquello. No la indiscutible gilipollez del asunto, sino las maneras. Siempre sentí admiración por las orquestas que tocan en momentos difíciles; las que se mantienen impasibles cuando el mundo se hunde, cuando todo se va al carajo, cuando nadie escucha. Las que no necesitan morder chile para demostrar carácter, porque el carácter se da por hecho cuando tocas mientras el Titanic se va a pique.
En fin. Escribo novelas, así que ustedes sabrán disculparme. Lo de los músicos daneses me hizo imaginar, puesto que es mi oficio, un viaje por mar en el siglo XXI. El penúltimo titán de los mares, crucero ultramoderno con tecnología punta y botellas de champaña mientras la nave cruza a veinte nudos un mar lleno de icebergs. A bordo, en primera clase, los que trazan el nuevo mapa del mundo: oligarcas rusos, jeques del Golfo, magnates coreanos, youtubers chinos, influencers haciendo posturitas. Y en las cubiertas inferiores, los parias de costumbre: hispanoamericanos cargando maletas, filipinos sirviendo cócteles, marroquíes fregando platos. Los que mantienen el lujo a flote sin hacer demasiado ruido.
Pero el Polo Norte sigue siendo el Polo Norte. Esta vez el problema no fue un iceberg, sino el habitual. La imbatible estupidez humana. Nadie pensó que la IA, esa capitana de voz suave y mando férreo, pudiera desconectarse; pero ocurrió: fallo, apagón, silencio digital, barco a la deriva entre los hielos sin nadie responsable al timón. Y entonces vino el caos, porque nadie sabía cómo tomar decisiones sin una pantalla delante. Gritaban en cinco idiomas, reclamaban indemnizaciones en seis, y corrían en círculos como gallinas sin cabeza. Nadie sabía qué hacer, pero sí qué no hacer: los caballeros no cedieron el paso, ni hubo mujeres y niños primero, sino codazos, pisotones, protestas, gritos que no salvarían a nadie del agua helada.
Pero hubo una excepción: una pareja discreta, elegante, madura. Ella, hermosísima, cabello recogido en la nuca y ojos sonrientes. Él, caballero de toda la vida, gesto tranquilo y manos firmes, de las que aún saben acariciar, matar en caso necesario o hacerse el nudo de la corbata en el reflejo del cristal del extintor de un parking. Permanecían sentados en unas hamacas de cubierta, impasibles junto a una botella de Nuits Saint-Georges con dos copas que él llevaba en el bolsillo del abrigo. En un momento determinado, ella preguntó con melancólica curiosidad dónde estaba la orquesta y él respondió con una sonrisa tranquila. Aquello no era masticar chiles picantes para YouTube, dijo. Era el final absoluto, y los músicos se empujaban unos a otros buscando un bote salvavidas camino de Copenhague, con la dignidad –la de ellos y la del mundo– en inminente colapso por hipotermia.
Fue entonces cuando el último caballero del penúltimo Titanic sacó un pitillo arrugado. Lo encendió con calma, como quien recita un verso lejano, y se lo ofreció a su amante. Ella, arrebujada en un chal húmedo de bruma –que jamás volvería a secarse– lo miró con la ternura de las mujeres que han amado sin miedo. No hacía falta música. La vida había sido eso: un vals imperfecto, una aventura contada en voz alta, un naufragio anunciado. Nada que no hubieran leído antes en un libro. Se sonrieron cómplices y permanecieron juntos e inmóviles, sin tocarse. A falta de orquesta, él silbó algo. Tal vez era un tango: El hombre que desbancó Montecarlo. Entonces ella se acercó muy despacio y lo besó. Porque hay múltiples formas de morir, y además está esa otra.