Los niños del rural vuelven al cole setenta años después
Una vieja pizarra rasgada preside la estancia. Frente a ella reposan filas de pupitres inertes que hace décadas se llenaron de estudiantes. Pero aquella estampa escolar se remonta a hace más de medio siglo y poco tiene que ver con la de hoy. Profesores con la formación más básica, pero capaces de enseñar lecciones inestimables. Alumnos que trabajaban en la huerta o con el ganado —la niñez de quien apenas tiene tiempo para ser niño—, pero que acudían a sus clases con infinitas ganas de aprender. La historia de la enseñanza en el rural en nuestro país está plagada de escollos, desde las dificultades para impartirla a la campaña activa con la que se intentó que el modelo decayese por sí mismo hasta desaparecer del mapa.Noticia Relacionada estandar Si Los bares, el último bastión que resiste en la España rural Montse Serrador El 'teleclub' aguanta. «Sin ellos, los pueblos están muertos», repiten los vecinos de los municipios más pequeños que se aferran a unos locales convertidos en «centros de vida y de encuentro»Setenta años después, algunos de aquellos niños gallegos regresan al lugar donde aprendieron a leer, a escribir y a contar. Lo hacen con el cuerpo encorvado por el paso del tiempo y la memoria intacta. Vuelven a escuelas que ya no lo son: edificios vencidos por la humedad, con tejados hundidos, suelos de madera carcomidos y ventanas sin cristal. La mayoría son construcciones humildes, levantadas en madera, que ya han olvidado el roce del mantenimiento. En muchas, el piso superior acabó por desplomarse sobre el inferior y en otras hace lustros que el tejado dio de sí. Pero entre los restos quedan mesas, un encerado, alguna silla. MIGUEL MUÑIZSus historiasEsta historia la cuentan, en múltiples entrevistas, las mismas voces que estudiaron y trabajaron en ellas. Y las recoge y proyecta el fotógrafo y documentalista Miguel Muñiz en su proyecto 'El último trazo de tiza'. Una andadura que comenzó hace cuatro años, cuando ni siquiera el profesional tenía claro que fuese posible localizar los colegios; muchos llevan seis o siete décadas cerrados, a merced del deterioro. «Pensaba que no iba a encontrar casi ninguno en pie», recuerda. Pero la investigación exhaustiva puede obrar milagros: logró dar con treinta de ellos a lo largo y ancho del rural gallego.M. MUÑIZSi aquellas escuelas existieron fue gracias a la obstinación de las familias campesinas. En la Galicia de los años cuarenta y cincuenta, el Estado estaba obligado a dotar de colegio a núcleos de más de 250 habitantes. Pero el gallego era —y sigue siendo— un territorio profundamente disperso; muchas aldeas no alcanzaban esa cifra. La solución fue comunitaria: habilitar una habitación en casa de un vecino o, incluso, levantar la escuela con sus propias manos. El maestro —o 'escolante'— solía ser alguien del lugar con conocimientos básicos de Primaria. El pago no era en dinero, sino en especie. Un ferrado —cajones de madera llenos de grano, fuese centeno, trigo o maíz— al año por cada niño. Así se conocían, las que operaban bajo este modelo, como 'escuelas de los ferrados'.MIGUEL MUÑIZUna de aquellas alumnas es Aurora , que aún hoy recuerda cómo debía cruzar caminos nevados para llegar a clase. Sus padres madrugaban para preparar brasas que envolvían en ceniza y guardaban en una vieja lata de bonito. Ella caminaba con los libros en un brazo y aquel pequeño brasero en el otro, y «cuando llegaba, lo dejaba bajo el pupitre», dice. Esa era su calefacción para todo el día. Muñiz escucha su relato desde la escuela de Pazos de Cea, en Orense, a la que Aurora no había vuelto desde hacía décadas. Es en ese momento cuando entiende que no basta con fotografiar. Hay que recabar y grabar; recuperar no solo la memoria visual, también la oral, antes de que se apague.Cruzaba a veces senderos nevados; otras caminaba con los libros en un brazo y un pequeño brasero en otro Aurora Alumna en Pazos de Cea (Orense)Cada paso que dan estos niños (que ya no lo son) los adentra en las ruinas y aviva sus recuerdos. Le sucede también a Remedios, alumna emérita de As Cazallas, en el municipio coruñés de Melide. No pensó que revisitaría las antiguas aulas de aquel edificio, cercano a la casa de su maestra, en la que ella y sus compañeros preparaban su propia leche para el almuerzo con polvos, como si de una actividad extraescolar se tratase. Porque memorias las hay de todo tipo. Maruxa, tras tantos años, recuerda aún con vértigo la experiencia que tuvo yendo a clase en Baltar (Orense): «Me acuerdo de que una vez íbamos monte arriba. Era temprano, la escuela empezaba a las nueve. Y vimos al lobo. Echamos a correr, claro, para casa».MIGUEL MUÑIZDe la escuela al huertoSuenan, aunque en distintas cadencias, los ecos de una misma realidad —la del día a día en las aldeas de hace setenta años— en unos y otros testimonios. Niños que compartían aula pese a tener edades distintas, jornadas lectivas que se adaptaban al calendario agrícola. Clases llenas en invierno y vacías en primavera, cuando el trabajo del campo reclamaba manos. «En castellano nos educaban para la emigración», resume Trini desde Ferreiros (A Fonsagrada, Lugo) en un gallego-castellano híbrido que también se aprendía entre aquellos muros.Don Andrés , uno de los maestros, también vuelve a pisar su antiguo lugar de trabajo en Estaca de Bares (La Coruña). Para él, un baluarte desde el que defendía la autoridad del aula, incluso frente a los padres, que a veces resultaban ser los más difíciles de convencer. Como anécdota, una conversación que sigue recordando hoy sucedió cuando, cierto día, el padre de una de sus alumnas apareció por las inmediaciones de la escuela, reclamándola a gritos para que volviese a casa y sacase a pacer a las vacas de su finca. Él, asomado por la ventana, le contestó: «Lo siento mucho, señor, pero mientras está en el colegio, Lola es hija mía. Y no va a ir con las vacas, sino que tiene que quedarse aquí, en clase», juicio que el hombre respetó.Recuerda cuando respondió a un padre que reclamaba a su hija que volviese a casa para sacar a pacer a las vacas: «Lo siento mucho, señor, pero mientras está en el colegio, Lola es hija mía» Don Andrés Antiguo maestro en Estaca de Bares (La Coruña)Pero lo cierto es que la escuela no solía ser la que ganase, aun manteniéndose durante años como centro de la vida comunitaria. Cerrar una escuela significaba, para muchos pueblos , empezar a morir, y la Ley General de Educación de 1970 aceleró ese proceso. Bajo la promesa de mejorar la calidad y reducir costes, se impulsó la concentración escolar. Las pequeñas unitarias fueron clausuradas y los niños, trasladados a centros comarcales. Llegaron los autobuses, los madrugones, la separación familiar. También el desarraigo. El modelo urbano-industrial se impuso a un rural que perdió, además de escuelas, médicos, curas y futuro.M. MUÑIZMemorias en ámbarNo quedará ya sitio para ellas, pero aquellas aulas vacías conservan huellas: nombres grabados en los pupitres, restos de tiza en las pizarras, mapas descoloridos con algún garabato. Frente a ellos posan Ramiro, Luis , Maruxa, Remedios, Andrés... Sus recuerdos dibujan una infancia dura, pero atravesada por el deseo de aprender. Y sus historias, plasmadas en el proyecto de Muñiz, se han vuelto testimonios perennes.Noticias relacionadas estandar Si Las voces de la Galicia que arde reclaman soluciones contra el «abandono» del monte Pablo Baamonde estandar Si Ni tan rubia ni tan gallega: el atlas de la carne que comemos en España Xavier VilaltellaM. MUÑIZEste trabajo fotográfico fue finalista en la edición de este año del premio Luis Ksado de creación fotográfica y obtuvo el bronce en el Certamen Internacional de Fotografía Fundación Asisa . Pero todavía le queda recorrido por delante. Por lo pronto, se traducirá en un proyecto audiovisual que se presentará en Lugo durante los próximos meses de abril y mayo.