Nostalgia de la juerga loca
Hay en la noche la sensación de que la vida es una novela que en cualquier momento puede sufrir un ‘plot twist’. Dicen que la juventud de hoy prefiere leer esa novela más despacio
Llegado al páramo de la mitad de la vida, siento nostalgia de la juerga loca. Salir de noche, salir a tope, es, probablemente, la actividad a la que más esfuerzo y dedicación he aplicado, y en la que, sin duda, he logrado mayores cotas de excelencia. Salía con la precisión estética del orfebre, con el tesón del deportista de élite, con la inconsciencia del suicida: siempre presto para el mejor baile, para el plan más loco, para la conversación más profunda, gritada al oído, en las profundidades del club. Era salir como quien practica una de las Bellas Artes, o una de las Mixed Martial Arts (MMA). Y así acababa, extasiado y dolorido, entre el síndrome de Stendhal y K.O.
Lo recuerdo en estas fechas navideñas en cuyo culmen juvenil yo no solo salía en Nochevieja, como está normalizado, sino que me iba al techno incluso en la sagrada Nochebuena, una práctica anatema en muchos hogares. Una vez salí la víspera (al madrileño Zombie Club) y luego, resaca mediante, perdí el autobús a Oviedo y cené en mi piso compartido latas de cerveza y lasaña congelada (después de pasarla por el horno), acompañado únicamente por el Javi, que se llevaba mal con su familia. Qué disgusto se llevó mi madre.
Ahora llevo muchos años sin vivir esa ansiosa centralidad de lo nocturno, cuando los días laborables eran la parte sobrante del mundo; muchos años sin salir como si no tuviera donde entrar; sin salir hasta que ya no quedaba más que salir. Sigo usando los bares con moderación, permanezco vigilante en la barra, veo llegar a los nuevos con su atuendo casual, pero todavía me da la punzada amarga al volver a casa, como Cenicienta, después de unas inocentes cañas, o de un concierto controlado o de una cena agradable y una copa, solo una. De volver a casa y que aún estén poniendo en la tele LaSexta Xplica. La gente normal sufre con la edad una disminución de la libido salidora. No es mi caso: yo ya no vivo así simplemente porque la situación no acompaña.

¿Por qué vivir saliendo me resultaba tan grato, tan divertido, tan excitante? Además de la liberación forzada de endorfinas, había algo de aventura en la nocturnidad, la sensación de que algo inaudito podía pasar, de que la vida era una novela y que en cualquier momento podía sufrir un plot twist. Visto fríamente, solo éramos gente en bares, pubs y discotecas, pero desde dentro la hazaña parecía épica. Es un tanto ridículo.
Entonces, la conversación amistosa no giraba en torno a los habituales asuntos adultos como el problema de la vivienda o las cuitas de la crianza, sino en torno a lo que había pasado la última noche, quién había ido a no sé dónde, quién se había liado con quién, a quién nos habíamos encontrado en tal sitio, y sobre lo que nos deparaban las largas noches por venir. Como uno siempre salía por los mismos sitios siempre se encontraba con la misma gente y aquello daba una agradable sensación de comunidad festiva: como los que van los domingos a misa.
Salir de noche era también una pequeña revuelta contra el orden temporal de las cosas: cuando muchos se despertaban, otros noctívagos asilvestrados seguían perdidos en bares de desayuno o camino a casa de algún desconocido para pasar el día con las persianas bajadas y la música a tope, en un bucle de vicio infinito. Todavía veo a los náufragos de la noche los fines de semana cuando voy a desayunar con mi familia, vestidos de negro, con gafas de sol, zigzagueantes y locuaces: ya no me parecen heroicos, pero sí entrañables.

No frivolicemos: salir hasta bordear los límites de lo posible tenía sus peligros. Alguna gente que conocí murió en el intento: supe de un accidente de coche. Una sobredosis. Un suicidio. Y hasta un brutal asesinato. Pero seguíamos saliendo. Dicen que la gente joven está por salir menos, controlar más y llevar una vida más sana: lo celebro. Quizás estos tiempos sombríos no están para tanta fiesta. Algunas generaciones idealizamos las costumbres tóxicas, como si algo se nos hubiera perdido al final de la noche, pero, como en la mística, al final el secreto fue que no había secreto. Se trataba de captar la hermosa fugacidad de cada instante.