Sumidos en el vértigo digital: el fin de un cuarto de siglo tecnológicamente desbocado
La hiperconexión y la inteligencia artificial marcan el cierre del primer cuarto del siglo XXI. Para entender los retos que vienen, echamos la mirada hacia atrás: durante los últimos 25 años hemos dejado de temer un efecto 2000 para sufrir por un apocalipsis mediocre. Internet ha transformado la cultura humana, las estructuras de poder y las vidas cotidianas en una sola generación
Hace justo 25 años empecé a preocuparme por internet. Mi trabajo consistía en copiar y pegar cada noche en una red aún semivacía las noticias de un periódico para que nuestros escasos lectores digitales las encontraran a la mañana siguiente. Por estas fechas, en nuestro diminuto equipo digital de tres personas estábamos angustiadísimas por el efecto 2000. Durante semanas creímos que con las campanadas de fin de año podía sobrevenir un apocalipsis tecnológico que afectaría a todas las máquinas con un reloj interno, susceptibles, por tanto, de sufrir un viejo error de programación en el almacenamiento de fechas que se despertaría al cambiar de milenio. No estábamos locas: el mundo entero consideró como una posibilidad real el caos simultáneo de las redes informativas, bancarias, energéticas y de transportes. Hicimos guardia esa Nochevieja en la que no pasó nada. Seguimos adelante, pero desde aquel momento milenarista me acompañaría siempre, como el ruido de fondo de un servidor encendido, una cierta inquietud por los efectos desorbitados de la tecnología en nuestras vidas.
En este cuarto de siglo internet ha pasado de ser considerado un mundo aparte poblado por seres nocturnos —como yo misma en esa época— a formar parte indisoluble del tejido de la realidad. Conectó, al fin y al cabo, a la mayor parte de los miembros de una especie. El resultado, podemos decirlo ya, fue la transformación de la cultura humana, las estructuras de poder y las vidas cotidianas en una sola generación. El 99,5% de la información del planeta se almacena en soportes digitales, existen más de 5.000 millones de usuarios conectados y hay unos 8.000 millones de líneas móviles, tantas como habitantes: la sociedad ya está digitalizada, escribe Manuel Castells en su último libro, llamado así, La sociedad digital. Es cierto que hemos vivido otras revoluciones tecnológicas, pero una centrada en la información y la comunicación debía tener necesariamente efecto “sobre toda la existencia humana”, escribe el sociólogo catalán, que previó el cambio en una trilogía, La era de la información, que comenzó a publicar hace 30 años.
Mi incomodidad digital se convirtió en euforia en algunos puntos de estas décadas increíbles. Durante los primeros años del siglo internet fue puro optimismo compartido: cómo no dejarse arrastrar si todos los conocimientos se encontraban a un gesto de la mano; si cualquiera podía alzar su voz y ser escuchado; si el software libre prometía nuevos modos de organización. En 2007 Steve Jobs presentó el iPhone, imitado pronto por el resto de la industria, y el definió la modernidad con su hiperconexión ubicua y portátil, fácil y barata. En 2004 había nacido Facebook, y la humanidad empezó a encontrarse en , trasladando allí sus estructuras. Caímos hechizados, yo la primera. Pero mientras buscábamos en internet a antiguos amores y compañeros de clase, unas pocas empresas tecnológicas fueron tomando las decisiones que conformaron el mundo contemporáneo, convirtiéndose en las más poderosas y el motor económico del nuevo milenio. Estas corporaciones decidieron basar su negocio en la venta de datos publicitarios, un sistema que había iniciado Google. Internet iba a ser gratuito, divertido y masivo, pero a cambio explotaría la atención humana. Pudo haber ocurrido de otra manera, pero nuestra adicción se convirtió en el negocio del siglo.
