Una palabra más fuerte que un misil
Narrar sin fin, testimoniar los intereses mortíferos de los poderosos, es un deber
En vano me demoro deletreando
el alfabeto del mundo
(Eugenio Montejo)
1. Por las listas publicadas recientemente hemos aprendido que existen muchas variedades de misiles. Hay misiles de crucero, misiles balísticos de alcance medio y misiles balísticos intercontinentales. Los hay que pueden transportar 10 ojivas nucleares en sus barrigas en forma de patata alargada y otros que vuelan a baja altura y no pueden ser detectados por los radares. Algunos no hacen ruido alguno, mientras que otros son muy estruendosos, y no faltan los que vuelan muy altos dibujando una elegante garganta de fuego en el cielo para lanzarse luego contra las ciudades y destruir edificios enteros, plazas, cafés, colegios, teatros, garajes, hospitales. Hay otros que explotan en el aire esparciendo metralla y causando cráteres en el suelo como si fueran meteoritos procedentes del espacio. También los hay que vuelan en solitario y los que aterrizan mezclados con enjambres de drones. Los que se iluminan de azul y los que se iluminan de verde. Los hay que se presentan de noche, cuando las luces de la ciudad están apagadas, mientras que otros atacan al amanecer, cuando las tazas de café humean sobre las mesas. Y hay algunos que buscan filas de personas que esperan en los andenes a montar en los trenes, y otros que se dirigen a lugares donde los niños extienden los brazos para alcanzar un mejunje al que llaman sopa. La verdad es que estos dispositivos sirven para un montón de cosas.
2. Todo indica, por lo tanto, que el año de gracia de 2026 tendrá un misil como talismán, ya que todos los países dignos de ese nombre habrán de pertrecharse con misiles o, de lo contrario, no serán nadie. No sé si Mónaco posee misiles. ¿Estará Luxemburgo provisto de misiles? Yo diría que no. Desde luego, las islas más remotas del planeta o están abastecidas ya de misiles, o tendrán ya el morro de muchos de ellos apuntando peligrosamente hacia sus colinas. Pero seamos justos; si todo esto ocurre es porque los países dominantes tienen más misiles en sus hangares que hojas en los árboles de los bosques y han empezado a usarlos como mejor les parece. La Tierra, en definitiva, se ha convertido en una espectacular bola de billar que todos quieren manipular a su antojo. Quien más misiles tenga, sea más rápido y actúe el primero, meterá el globo terrestre en el agujero de su mesa según le convenga. Mi pregunta, sin embargo, que no es retórica, como podría pensarse, es la siguiente: ¿no habrá ninguna palabra capaz de detener todo eso?
3. Pertenezco al grupo de desprevenidos que creen en el poder disuasorio de las palabras. Entre ellos, a quienes muchos llaman con razón necios, puedo identificar varias clases. Están, por ejemplo, quienes creen en el poder de la palabra como emanación de un poder sagrado. Es lo que ocurre con los cristianos, que se basan en el incipit de que en el Principio era el Verbo, como escribió san Juan, y el Reino de Dios en la Tierra no tendrá fin. Hasta en el propio Apocalipsis, el libro de visiones que anuncia catástrofes de distinta índole, el terror no significa para san Juan un fin, sino una crisis que ofrecerá un triunfo y una salida. Lo que supone una revelación positiva. Durante estos días, los creyentes pasan del Adviento a la Epifanía, transformando la celebración del solsticio de invierno en un festival de campanas, cánticos y alegrías. Saben que flota en el aire una atmósfera letal, pero hablan con esperanza del poder generador que conserva la palabra. En la mitología cristiana, la palabra Palabra constituye el núcleo central de la práctica litúrgica. De esta manera, la idea que pervive es que la violencia de la cultura de la guerra puede afrontarse mediante el poder de la palabra. Al no abordar directamente la cuestión política, sino introducir en su lugar la dimensión de la esperanza teleológica, postula la resistencia contra la maraña de fuego que se avecina. En concreto, la cultura que la sustenta promueve la independencia de unos respecto a otros, el derecho de todos a no ser invadidos, robados, disminuidos, burlados, conquistados por la fuerza bruta de los misiles. No se trata simplemente de un poder factual, sino de un poder ejercido conscientemente en el ámbito de la belleza de la bondad que repudia la agresión. Pero existen otras formas menos trascendentes de creer en el poder de las palabras.
4. Peter Handke, autor del guion de la película El cielo sobre Berlín, inventó un poeta que, en el curso de la trama, dice algo así como: “Puede que el mundo esté a punto de acabarse, pero a pesar de todo yo seguiré narrando”. Es posible que formulado en alemán pueda ser algo diferente, pero su sentido es ese. Subrayo a propósito estas palabras porque, en cierto modo, las pensé antes de oírlas pronunciadas por otros. En realidad, puede que todos aquellos que se dedican a la escritura como forma de existir se dejen guiar por esa convicción, por la idea de formar parte de un coro invisible que canta en silencio contra la muerte y el final sin necesidad de pronunciar su propio nombre en voz alta. El creador de palabras las pronuncia con los labios cerrados, impulsado por la idea de que están asociadas a una modesta obra colectiva que lo trasciende. Para una famosa entrevista que ese mismo autor concedió a Isabel Lucas, publicada por el periódico Público en noviembre de 2020, se escogió como título una de sus afirmaciones que subraya eso precisamente. El autor de La ladrona de fruta dijo, hablando del presente: “No necesitamos otro Jesús, sino que necesitamos otro Homero”.
No estoy segura de que esa conjunción adversativa, que excluye a un sujeto de la Historia en detrimento de otro, sea necesaria, pero tengo la certeza de que la idea de que continuar la obra de Homero retrasa el final, gracias a la fuerza de las palabras profanas, es un principio fundamental que hay que defender en estos momentos. Narrar lo que sienten los ciudadanos comunes, atrapados en las contradicciones del presente, no es un don personal; es el pago de una deuda incumplida.
Narrar, narrar sin descanso, narrar sin fin, dar testimonio de las contradicciones de los intereses mortíferos que desequilibran el acuerdo entre las naciones y crean enemigos por cálculo, es un deber. No permitir que la historia de las víctimas y los verdugos desaparezca en la oscuridad que llega tras el apagón, sin juicio ni verdad, es una de las funciones de la narración. Por lo tanto, quien narra niega siempre que el final esté acercándose. Pero quien sigue afilando los hocicos de los misiles y su carga explosiva, aunque no lo quiera, prepara el final. Entramos en 2026 con esa pregunta en el aire: ¿Qué palabra puede detener los misiles?
5. La respuesta parece ser una sola. Tendrá que ser una palabra colectiva que no rechace la palabra poética ni la mesiánica, sino que, siendo directa, cree una barrera de acción contra la insensatez que nos rodea. Como la palabra de denuncia de los diplomáticos escandalizados por los negociadores mercantiles que promueven un festín a costa de los vencidos, fingiendo hablar de paz. O la palabra orgullosa de los periodistas que insisten en dar a conocer hechos reales en lugar de mentiras. O la palabra de los políticos que se niegan a romper la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como se les exige, y hacen de esta negativa una bandera de valentía. Y, por encima de todo, la palabra de las poblaciones, tras despertar de esa alucinación global que nos deja estupefactos e inmóviles. Esperanza en la autonomía y en el honor de sus propias vidas. ¿Se escribirá esta inmensa palabra, tan nueva y a la vez tan antigua, en 2026?